1.000 KILóMETROS Y 20 PINCHADURAS POR MOZAMBIQUE
Pasando la frontera entre Swazilandia y Mozambique, atravesando el poblado de Namaacha, la ruta comienza a descender los montes Libombo. Mozambique se nos presenta como un país rural, pobre, con un desarrollo de infraestructura muy básico y, en ocasiones, ruinoso. Si Swazilandia fue una experiencia que nos introdujo en la célebre naturaleza salvaje del África, Mozambique nos sumergió en la triste realidad socioeconómica del continente al sur del Sahara.
Unos 25 kilómetros pasando la frontera, buscando un lugar con sombra para descansar, nos topamos con el ominoso símbolo de la calavera y las tibias cruzadas indicando peligro. En este caso, campo minado. Decenas de estacas pintadas de naranja señalaban los lugares donde hay enterradas minas antipersonales, sembradas por millones durante la guerra civil que asoló el país durante veinte años. No volvimos a verlos hasta muchas jornadas después, porque el desminado está casi completo, pero la evidencia de su eficacia está en la cantidad de gente con muletas que vemos permanentemente.
Poco después pinchamos, en la primera de una larga serie de pinchaduras que nos persiguió en todo el recorrido mozambicano, y el tiempo para tratar de llegar a Maputo antes del anochecer se redujo. Casi en la oscuridad, después de intentar encontrar gente en un hospedaje que nos indicaron, una familia nos dio permiso para acampar en el terreno de su casa, repleto de árboles frutales. Era 1 de enero, y toda la familia estaba reunida para cenar. Nos invitaron y tuvimos nuestra primera charla mozambicana, comiendo feijoada.
Nos despertamos casi flotando por la lluvia que se desató a la noche. Entramos a Maputo, la capital, atravesando avenidas caóticas, con barrios precarios y mercados callejeros, hasta llegar a Fátima’s backpackers, donde armamos la carpa en un patio bastante feo.
Maputo da la impresión de ser una ciudad en ruinas, como si la guerra continuara, aunque terminó hace ya 15 años. En relación a la anterior visita de Andrés, en 2001, la ciudad parece más caótica, más poblada y con más autos y comercio en el mismo espacio que antes. Las calles, salvo en el barrio de mayor nivel económico, están llenas de basura y en un grado de destrucción y descuido importante. Si bien el gobierno de Mozambique abandonó hace tiempo el proyecto socialista, con los acuerdos de paz de 1992, las calles conservan nombres como Vladimir Lenin, Amílcar Cabral o Mao Tse Tung, difíciles de asociar con el aspecto de feria venida a menos que en general presentan.
Mozambique libró una guerra de independencia contra el poder colonial portugués desde 1964 hasta 1975, liderada por el FRELIMO (Frente de Liberación de Mozambique), todavía en el poder. Cuando los portugueses se retiraron, el recién nacido país debió soportar la hostilidad abierta de los regímenes racistas que entonces imperaban en la región, Rhodesia (hoy Zimbabwe, que le debe bastante de su liberación al apoyo del FRELIMO) y Sudáfrica, que armaron e impulsaron la guerrilla derechista RENAMO. La guerra civil se prolongó hasta principios de los 90, coincidiendo, y no por casualidad, su término con el fin del apartheid sudafricano.
El primer presidente mozambicano, Samora Moisés Machel, murió en un sospechoso accidente aéreo en 1986, a partir de lo cual el proyecto socialista se fue desdibujando hasta desparecer en la actualidad. Esto queda claro en el Museo de la Revolución en Maputo, cuyo relato del proceso se detiene en la muerte de Samora, congelado temporal e ideológicamente.
Caminamos Maputo bajo un sol insoportable, esquivando las montañas de basura y los puestos de venta callejera de variadísimas mercaderías. Hay un shopping recién estrenado donde aparece el consumo incipiente de alto nivel, pues en Mozambique parecen convivir un país con una economía de consumo creciente con otro país en ruinas, uno al lado del otro. Los mozambiqueños parecen estar satisfechos con la evolución de su país. Comparado con los años de cruenta guerra, cuando los cohetes y los ametrallamientos caían sobre la misma ruta que después transitamos, esa sensación es claramente comprensible
La impresión se acentúa al internarnos en el Mozambique rural, donde pequeños caseríos se suceden todo el tiempo, de casas de ramas de palmera y barracas de venta de frutas y baratijas. Saliendo de Maputo, ese 80% de población campesina que tiene el país pareciera cubrir los costados de la ruta. El paso de nuestra bicicleta tándem se convierte en un acontecimiento que genera gritos, risas, niños que corren, en un clima no siempre amable. Y a medida que nos internamos en el país, cada vez menos, especialmente pasando Xai Xai, donde la ruta, que era sorprendentemente buena, se retrotrae al tiempo de la guerra, con baches como si estuviera bombardeada, que los conductores esquivan de cualquier manera y varias veces nos fuerzan a salir de la ruta, y la gente, en general, oscila entre la amabilidad y gritos en lenguas que no comprendemos pero que no son claramente agradables.
El primer día llegamos hasta Palmeira, donde acampamos en el jardín del bar de un portugués. Allí conocimos a Valito, un hombre de origen indio que nos invitó a su casa en la playa de Bilene. Aunque debíamos desviarnos 30 kilómetros, decidimos aprovechar la ocasión. Al día siguiente, habiendo salido a las 5.30 de la mañana para intentar evitar el calor, llegamos a Bilene cerca del mediodía. Nos quedamos ese y el siguiente día, en una playa que no da directamente al Índico, sino a una laguna de agua salada separada del mar por unas dunas.
Después de Bilene, pasamos por Xai Xai, en la desembocadura del río Limpopo, uno de los más importantes del sur de África. A partir de allí y por unos 100 km., la ruta se volvió espantosa. Dimos llantazos en los enormes cráteres que nos ocasionaron pinchaduras que se volvieron a repetir de a dos o tres diariamente, pues además del pésimo camino y el gran desgaste de nuestras cubiertas, el calor despega los parches. A poco de entrar a la provincia de Inhambane, la ruta mejoró. Llegamos a la ciudad del mismo nombre, donde se empiezan a ver los exóticos dhows, pequeños y milenarios veleros de origen árabe, desde donde fuimos a la playa de excelentes y cálidas aguas de Tofo.
Después de un descanso en Tofo, volvimos a Inhambane por la espantosa carretera llena de arena y tomamos un barquichuelo que milagrosamente llegó sin sobresaltos a Maxixe, del otro lado de la bahía. Retomamos nuestro pedaleo por la ruta EN 1 hacia Vilankulo, atravesando Massinga, Machanissa y Pambara. En ese trayecto, las pinchaduras se volvieron insoportables, al punto que casi nos quedamos sin parches. La gente se volvió pedigüeña, nos seguían con sus bicicletas y, algunos de ellos, nos pedían cosas, por ejemplo, que le regalemos una caramañola (“tienen cuatro”), una cubierta (“tienen muchas que no usan”) y hasta la bicicleta (“la mía está arruinada, ustedes compran otra”). En cada pinchazo, la gente salía de las casas y nos rodeaba mientras lo reparábamos, comentando entre ellos en su lengua pero sin dirigirnos, por lo general, la palabra.
Finalmente llegamos a Vilankulo, donde pusimos al día las cámaras que sobrevivieron, estiramos la cadena, ajustamos las mazas de las ruedas, y descansamos, después de casi 1000 desgastantes kilómetros por Mozambique.
Ver fotos de Mozambique
Unos 25 kilómetros pasando la frontera, buscando un lugar con sombra para descansar, nos topamos con el ominoso símbolo de la calavera y las tibias cruzadas indicando peligro. En este caso, campo minado. Decenas de estacas pintadas de naranja señalaban los lugares donde hay enterradas minas antipersonales, sembradas por millones durante la guerra civil que asoló el país durante veinte años. No volvimos a verlos hasta muchas jornadas después, porque el desminado está casi completo, pero la evidencia de su eficacia está en la cantidad de gente con muletas que vemos permanentemente.
Poco después pinchamos, en la primera de una larga serie de pinchaduras que nos persiguió en todo el recorrido mozambicano, y el tiempo para tratar de llegar a Maputo antes del anochecer se redujo. Casi en la oscuridad, después de intentar encontrar gente en un hospedaje que nos indicaron, una familia nos dio permiso para acampar en el terreno de su casa, repleto de árboles frutales. Era 1 de enero, y toda la familia estaba reunida para cenar. Nos invitaron y tuvimos nuestra primera charla mozambicana, comiendo feijoada.
Nos despertamos casi flotando por la lluvia que se desató a la noche. Entramos a Maputo, la capital, atravesando avenidas caóticas, con barrios precarios y mercados callejeros, hasta llegar a Fátima’s backpackers, donde armamos la carpa en un patio bastante feo.
Maputo da la impresión de ser una ciudad en ruinas, como si la guerra continuara, aunque terminó hace ya 15 años. En relación a la anterior visita de Andrés, en 2001, la ciudad parece más caótica, más poblada y con más autos y comercio en el mismo espacio que antes. Las calles, salvo en el barrio de mayor nivel económico, están llenas de basura y en un grado de destrucción y descuido importante. Si bien el gobierno de Mozambique abandonó hace tiempo el proyecto socialista, con los acuerdos de paz de 1992, las calles conservan nombres como Vladimir Lenin, Amílcar Cabral o Mao Tse Tung, difíciles de asociar con el aspecto de feria venida a menos que en general presentan.
Mozambique libró una guerra de independencia contra el poder colonial portugués desde 1964 hasta 1975, liderada por el FRELIMO (Frente de Liberación de Mozambique), todavía en el poder. Cuando los portugueses se retiraron, el recién nacido país debió soportar la hostilidad abierta de los regímenes racistas que entonces imperaban en la región, Rhodesia (hoy Zimbabwe, que le debe bastante de su liberación al apoyo del FRELIMO) y Sudáfrica, que armaron e impulsaron la guerrilla derechista RENAMO. La guerra civil se prolongó hasta principios de los 90, coincidiendo, y no por casualidad, su término con el fin del apartheid sudafricano.
El primer presidente mozambicano, Samora Moisés Machel, murió en un sospechoso accidente aéreo en 1986, a partir de lo cual el proyecto socialista se fue desdibujando hasta desparecer en la actualidad. Esto queda claro en el Museo de la Revolución en Maputo, cuyo relato del proceso se detiene en la muerte de Samora, congelado temporal e ideológicamente.
Caminamos Maputo bajo un sol insoportable, esquivando las montañas de basura y los puestos de venta callejera de variadísimas mercaderías. Hay un shopping recién estrenado donde aparece el consumo incipiente de alto nivel, pues en Mozambique parecen convivir un país con una economía de consumo creciente con otro país en ruinas, uno al lado del otro. Los mozambiqueños parecen estar satisfechos con la evolución de su país. Comparado con los años de cruenta guerra, cuando los cohetes y los ametrallamientos caían sobre la misma ruta que después transitamos, esa sensación es claramente comprensible
La impresión se acentúa al internarnos en el Mozambique rural, donde pequeños caseríos se suceden todo el tiempo, de casas de ramas de palmera y barracas de venta de frutas y baratijas. Saliendo de Maputo, ese 80% de población campesina que tiene el país pareciera cubrir los costados de la ruta. El paso de nuestra bicicleta tándem se convierte en un acontecimiento que genera gritos, risas, niños que corren, en un clima no siempre amable. Y a medida que nos internamos en el país, cada vez menos, especialmente pasando Xai Xai, donde la ruta, que era sorprendentemente buena, se retrotrae al tiempo de la guerra, con baches como si estuviera bombardeada, que los conductores esquivan de cualquier manera y varias veces nos fuerzan a salir de la ruta, y la gente, en general, oscila entre la amabilidad y gritos en lenguas que no comprendemos pero que no son claramente agradables.
El primer día llegamos hasta Palmeira, donde acampamos en el jardín del bar de un portugués. Allí conocimos a Valito, un hombre de origen indio que nos invitó a su casa en la playa de Bilene. Aunque debíamos desviarnos 30 kilómetros, decidimos aprovechar la ocasión. Al día siguiente, habiendo salido a las 5.30 de la mañana para intentar evitar el calor, llegamos a Bilene cerca del mediodía. Nos quedamos ese y el siguiente día, en una playa que no da directamente al Índico, sino a una laguna de agua salada separada del mar por unas dunas.
Después de Bilene, pasamos por Xai Xai, en la desembocadura del río Limpopo, uno de los más importantes del sur de África. A partir de allí y por unos 100 km., la ruta se volvió espantosa. Dimos llantazos en los enormes cráteres que nos ocasionaron pinchaduras que se volvieron a repetir de a dos o tres diariamente, pues además del pésimo camino y el gran desgaste de nuestras cubiertas, el calor despega los parches. A poco de entrar a la provincia de Inhambane, la ruta mejoró. Llegamos a la ciudad del mismo nombre, donde se empiezan a ver los exóticos dhows, pequeños y milenarios veleros de origen árabe, desde donde fuimos a la playa de excelentes y cálidas aguas de Tofo.
Después de un descanso en Tofo, volvimos a Inhambane por la espantosa carretera llena de arena y tomamos un barquichuelo que milagrosamente llegó sin sobresaltos a Maxixe, del otro lado de la bahía. Retomamos nuestro pedaleo por la ruta EN 1 hacia Vilankulo, atravesando Massinga, Machanissa y Pambara. En ese trayecto, las pinchaduras se volvieron insoportables, al punto que casi nos quedamos sin parches. La gente se volvió pedigüeña, nos seguían con sus bicicletas y, algunos de ellos, nos pedían cosas, por ejemplo, que le regalemos una caramañola (“tienen cuatro”), una cubierta (“tienen muchas que no usan”) y hasta la bicicleta (“la mía está arruinada, ustedes compran otra”). En cada pinchazo, la gente salía de las casas y nos rodeaba mientras lo reparábamos, comentando entre ellos en su lengua pero sin dirigirnos, por lo general, la palabra.
Finalmente llegamos a Vilankulo, donde pusimos al día las cámaras que sobrevivieron, estiramos la cadena, ajustamos las mazas de las ruedas, y descansamos, después de casi 1000 desgastantes kilómetros por Mozambique.
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"Mzungu! Mzungu!"
"Mzungu!" era la expresión que escuchábamos gritar cada vez que pasábamos por una de las tantas aldeas y pequeños poblados que jalonan la ruta en el norte de Mozambique y el sur de Malawi. "Mzungu!", gritaban y saltaban los niños de tres o cuatro años de edad en las puertas de las chozas de barro y paja. "Mzungu!" gritaban entre risas niños y jóvenes que salían corriendo y trataban de acompañar nuestro andar, especialmente en las subidas, donde nuestra velocidad era baja. "Mzungu!" gritaban también algunos adultos, entre otras cosas que no entendíamos. Nos preguntábamos qué significaría esa palabra, la única que, a fuerza de repeticiones, logramos identificar en la lengua chichekwa, predominante en Malawi y en las zonas fronterizas de Mozambique, al norte del río Zambezi. Finalmente, nos la tradujeron: blanco.
Cientos de kilómetros viviendo esta escena repetidamente se hacen pesados. También el hecho de no poder parar a descansar, tomar o comer algo, sin que se reuna una nube de curiosos a nuestro alrededor. En algunos pequeños pueblos, llegaron a juntarse cincuenta personas –la mayoría niños, pero también adultos y ancianos– para observar nuestra bicicleta y a nosotros mismos, sin moverse y sin dirigirnos la palabra. A medida que avanzamos en el territorio chichekwa esto se hizo más frecuente. A pesar de esto, la situación no implicaba hostilidad o agresividad hacia nosotros.
Similar pero más molesta había resultado la primera parte del viaje por Mozambique, en el sur rural y más acostumbrado a ver turistas sudáfricanos, que pasan en 4 x 4 arrastrando sus lanchas por la ruta. Sumando la cantidad de pinchaduras que sufrimos al calor y a la precariedad general del país habíamos llegado a un punto de saturación. Corriendo, además, el riesgo de que se nos venciera la visa (con el consiguiente recargo en dólares) decidimos cargar la bicicleta en un machibombo (colectivo) entre Vilankulo e Inchope, un cruce de caminos ya en el interior, que nos permitió acortar los cuatro días que calculamos que nos iban a faltar en la visa.
La operación tuvo lo suyo. Salir a las cuatro de la madrugada de un domingo desde al lado de un boliche lleno de borrachos vociferantes y que tenía un guardia de seguridad armado con un arco y tres flechas, empujando la bicicleta por una calle de arena en la oscuridad fue una experiencia un tanto tensionante. El machibombo salió a las 4.30 y al mediodía, después de un viaje incómodo, llegamos a Inchope.
Entre Inchope y Tete, ciudad a orillas del gran río Zambezi (uno de los más importantes de Africa, junto con el Congo, el Niger y, por supuesto, el Nilo), atravezamos un Mozambique distinto. Para nosotros resultó más amable (por lo menos hasta que empezaron a sonar los gritos de "mzungu!") y también más barato, aunque las condiciones se endurecieron. La zona se hizo más montañosa por una ruta paralela a la frontera con Zimbabwe, angosta, con bastante camiones y algunos tramos muy malos. El calor también se hizo sentir a medida que avanzábamos hacia el norte y los poblados se hicieron espaciados. Los alojamientos, más baratos, bajaron notablemente su calidad, en especial en los baños. El agua corriente desapareció (ni hablar del agua caliente) y cuanto más al norte, es decir más hacia el empobrecido centro de Africa, los inodoros fueron reemplazados por agujeros en el piso. Acampar, después de la experiencia desilusionante de Machanisa, no era una opción conveniente. Y pedir permiso para hacerlo en uno de estos pueblos era el equivalente a que un marciano preguntara dónde estacionar el plato volador.
Desde Inchope tomamos la ruta que va a Zimbawe, pasando por la ciudad de Chimoio. El contraste con los últimos días antes de Vilankulo, donde los gritos, risas y hasta burlas nos acompañaron todo el camino, fue notorio. La gente se notaba más cordial o, por lo menos, indiferente. Pasando Chimoio, tomamos la ruta hacia la ciudad norteña de Tete y a Malawi, nuestro siguiente destino. Unos veinte kilómetros más adelante llegamos a Nova Vanduzi, donde nos alojamos en el Complexo, que consistía en un barcito y unos cuartos de dos por dos, que a la postre resultaron de lo mejor de la ruta.
La siguiente etapa fue más difícil, 110 kilómetros con bastante subida, sol y un insorportable tramo de terra batida. Diez kilómetros dónde desapareció el asfalto y tuvimos que hacer gran parte caminando, porque la bicicleta se hundía en la tierra. Al terminar ese trecho llegamos al pueblito de Nhamatema donde tomamos unos refrescos (calientes) y conversamos con los maestros del lugar, Tuaibo y Vasco. Nos presentaron al líder de la comunidad e intercambiamos información sobre nuestros países. Nos despedimos con una foto en la que se coló medio pueblo.
Unos kilómetros antes de llegar al final de la etapa (Catandica) intentamos descansar en un paraje con árboles y algunas casas semiderruídas. Mientras se largaba la lluvia, se presentó el líder del poblado de veinte habitantes. Con autoridad, nos dió permiso para descansar ahí, mientras la gente se agolpaba a nuestro alrededor. Pocos después se volvió a acercar y hacernos la tentadora oferta de poner un negocio en el destruído lugar. El hombre buscaba un inversor. Ante la negativa, pidió que le compráramos aunque sea una botella de whisky.
Finalmente llegamos a Catandica, donde una multitud se reunió alrededor de nuestro tándem mientras cenábamos en la posada O coqueiro. Las siguientes etapas, Guro y Chengara, tuvieron las mismas características, las condiciones sanitarias se convirtieron en graves, teniendo en cuenta que hay cólera en la zona. Finalmente, después de subir bastante, pero con tendencia al descenso al llegar al amplio valle del Zambezi, entramos en Tete. Allí disfrutamos de un alojamiento mejor, en una ciudad pequeña pero más prolija que las otras que conocimos en Mozambique.
Desde allí quedaban 140 kilómetros para la frontera con Malawi, que hicimos en dos etapas, una muy corta hasta Moatize (por un error de kilometraje en el mapa) y otra exigente y casi toda en subida hasta Zobué, el pueblo fronterizo donde rápidamente nos rodearon cambistas y vendedores, hasta que pudimos refugiarnos en una pensión.
A la mañana siguiente entramos en Malawi, nuestro séptimo país. La empleada de migraciones nos dio dos meses menos de estadía que la que ya teníamos autorizada en la visa, una demostración más de que en esta parte de Africa hay que arreglar las cosas en la frontera y no molestarse en perder tiempo en las embajadas.
Volvió a cambiar la lengua oficial, del portugués al inglés, pero la real, el chichekwa (con su expresión azungu) siguió siendo la que se escucha en la calle. El paisaje se hizo más montañoso y la economía del país, siendo también campesina, muestra una estructura comercial más extendida. Los pobladores, en cambio, nos parecieron más tranquilos, por lo menos hasta que volvió el griterío de "mzungu!", con el agregado de "give me the money".
Después de una veloz bajada, la carretera se volvió una subida leve pero permanente que nos impidió llegar en el día a Blantyre, la ciudad más importante del país (a pesar de que la capital es Lilongwe).
Volvimos a dormir en la precariedad en una rest house en el pueblo de Lirangwe, sin electricidad ni agua, con un demente que gritaba salmos religiosos o algo parecido en chichekwa a las 3 de la mañana. Al día siguiente, completamos los 30 kilómetros restantes hasta Blantyre, en permanente ascenso.
Nuestro recorrido por Malawi seguirá hasta la costa del lago que da nombre al país, también conocido como lago Nyassa, donde tomaremos un barco que nos llevará a través de este profundo espejo formado por la hendidura del Rift Valley, la fractura geológica donde se dio la evolución de la especie humana millones de años atrás.
Cientos de kilómetros viviendo esta escena repetidamente se hacen pesados. También el hecho de no poder parar a descansar, tomar o comer algo, sin que se reuna una nube de curiosos a nuestro alrededor. En algunos pequeños pueblos, llegaron a juntarse cincuenta personas –la mayoría niños, pero también adultos y ancianos– para observar nuestra bicicleta y a nosotros mismos, sin moverse y sin dirigirnos la palabra. A medida que avanzamos en el territorio chichekwa esto se hizo más frecuente. A pesar de esto, la situación no implicaba hostilidad o agresividad hacia nosotros.
Similar pero más molesta había resultado la primera parte del viaje por Mozambique, en el sur rural y más acostumbrado a ver turistas sudáfricanos, que pasan en 4 x 4 arrastrando sus lanchas por la ruta. Sumando la cantidad de pinchaduras que sufrimos al calor y a la precariedad general del país habíamos llegado a un punto de saturación. Corriendo, además, el riesgo de que se nos venciera la visa (con el consiguiente recargo en dólares) decidimos cargar la bicicleta en un machibombo (colectivo) entre Vilankulo e Inchope, un cruce de caminos ya en el interior, que nos permitió acortar los cuatro días que calculamos que nos iban a faltar en la visa.
La operación tuvo lo suyo. Salir a las cuatro de la madrugada de un domingo desde al lado de un boliche lleno de borrachos vociferantes y que tenía un guardia de seguridad armado con un arco y tres flechas, empujando la bicicleta por una calle de arena en la oscuridad fue una experiencia un tanto tensionante. El machibombo salió a las 4.30 y al mediodía, después de un viaje incómodo, llegamos a Inchope.
Entre Inchope y Tete, ciudad a orillas del gran río Zambezi (uno de los más importantes de Africa, junto con el Congo, el Niger y, por supuesto, el Nilo), atravezamos un Mozambique distinto. Para nosotros resultó más amable (por lo menos hasta que empezaron a sonar los gritos de "mzungu!") y también más barato, aunque las condiciones se endurecieron. La zona se hizo más montañosa por una ruta paralela a la frontera con Zimbabwe, angosta, con bastante camiones y algunos tramos muy malos. El calor también se hizo sentir a medida que avanzábamos hacia el norte y los poblados se hicieron espaciados. Los alojamientos, más baratos, bajaron notablemente su calidad, en especial en los baños. El agua corriente desapareció (ni hablar del agua caliente) y cuanto más al norte, es decir más hacia el empobrecido centro de Africa, los inodoros fueron reemplazados por agujeros en el piso. Acampar, después de la experiencia desilusionante de Machanisa, no era una opción conveniente. Y pedir permiso para hacerlo en uno de estos pueblos era el equivalente a que un marciano preguntara dónde estacionar el plato volador.
Desde Inchope tomamos la ruta que va a Zimbawe, pasando por la ciudad de Chimoio. El contraste con los últimos días antes de Vilankulo, donde los gritos, risas y hasta burlas nos acompañaron todo el camino, fue notorio. La gente se notaba más cordial o, por lo menos, indiferente. Pasando Chimoio, tomamos la ruta hacia la ciudad norteña de Tete y a Malawi, nuestro siguiente destino. Unos veinte kilómetros más adelante llegamos a Nova Vanduzi, donde nos alojamos en el Complexo, que consistía en un barcito y unos cuartos de dos por dos, que a la postre resultaron de lo mejor de la ruta.
La siguiente etapa fue más difícil, 110 kilómetros con bastante subida, sol y un insorportable tramo de terra batida. Diez kilómetros dónde desapareció el asfalto y tuvimos que hacer gran parte caminando, porque la bicicleta se hundía en la tierra. Al terminar ese trecho llegamos al pueblito de Nhamatema donde tomamos unos refrescos (calientes) y conversamos con los maestros del lugar, Tuaibo y Vasco. Nos presentaron al líder de la comunidad e intercambiamos información sobre nuestros países. Nos despedimos con una foto en la que se coló medio pueblo.
Unos kilómetros antes de llegar al final de la etapa (Catandica) intentamos descansar en un paraje con árboles y algunas casas semiderruídas. Mientras se largaba la lluvia, se presentó el líder del poblado de veinte habitantes. Con autoridad, nos dió permiso para descansar ahí, mientras la gente se agolpaba a nuestro alrededor. Pocos después se volvió a acercar y hacernos la tentadora oferta de poner un negocio en el destruído lugar. El hombre buscaba un inversor. Ante la negativa, pidió que le compráramos aunque sea una botella de whisky.
Finalmente llegamos a Catandica, donde una multitud se reunió alrededor de nuestro tándem mientras cenábamos en la posada O coqueiro. Las siguientes etapas, Guro y Chengara, tuvieron las mismas características, las condiciones sanitarias se convirtieron en graves, teniendo en cuenta que hay cólera en la zona. Finalmente, después de subir bastante, pero con tendencia al descenso al llegar al amplio valle del Zambezi, entramos en Tete. Allí disfrutamos de un alojamiento mejor, en una ciudad pequeña pero más prolija que las otras que conocimos en Mozambique.
Desde allí quedaban 140 kilómetros para la frontera con Malawi, que hicimos en dos etapas, una muy corta hasta Moatize (por un error de kilometraje en el mapa) y otra exigente y casi toda en subida hasta Zobué, el pueblo fronterizo donde rápidamente nos rodearon cambistas y vendedores, hasta que pudimos refugiarnos en una pensión.
A la mañana siguiente entramos en Malawi, nuestro séptimo país. La empleada de migraciones nos dio dos meses menos de estadía que la que ya teníamos autorizada en la visa, una demostración más de que en esta parte de Africa hay que arreglar las cosas en la frontera y no molestarse en perder tiempo en las embajadas.
Volvió a cambiar la lengua oficial, del portugués al inglés, pero la real, el chichekwa (con su expresión azungu) siguió siendo la que se escucha en la calle. El paisaje se hizo más montañoso y la economía del país, siendo también campesina, muestra una estructura comercial más extendida. Los pobladores, en cambio, nos parecieron más tranquilos, por lo menos hasta que volvió el griterío de "mzungu!", con el agregado de "give me the money".
Después de una veloz bajada, la carretera se volvió una subida leve pero permanente que nos impidió llegar en el día a Blantyre, la ciudad más importante del país (a pesar de que la capital es Lilongwe).
Volvimos a dormir en la precariedad en una rest house en el pueblo de Lirangwe, sin electricidad ni agua, con un demente que gritaba salmos religiosos o algo parecido en chichekwa a las 3 de la mañana. Al día siguiente, completamos los 30 kilómetros restantes hasta Blantyre, en permanente ascenso.
Nuestro recorrido por Malawi seguirá hasta la costa del lago que da nombre al país, también conocido como lago Nyassa, donde tomaremos un barco que nos llevará a través de este profundo espejo formado por la hendidura del Rift Valley, la fractura geológica donde se dio la evolución de la especie humana millones de años atrás.